Busco aquí y allá un asunto de la vida misma, una historia
de la vida real que sustituya a las ficciones de política pedestre y municipal
que tanto aburren a todos menos a sus protagonistas. Algo excitante para
publicar en MONOVER.COM. En esas estoy cuando tropiezo con una nota de la convocatoria
de un concurso de relatos cortos
impulsada por una bodega de vinos en la primavera de 2011. El tema central fue el beso.
Besos
y vino,
¿quién mejora a quién? Sin otras cosas en que entretenerme le iba dando vueltas
a esta bobada cuando entré a “El Búho de
la Sala”, una taberna con futuro.
-Lo amargo de verdad es no recibir un beso –es Estrella del Rocío, la camarera del
local, que tiene la inquietante facultad de leer mis pensamientos- Deja que te
cuente una historia, Plinio.
Y contó así:
Próspero
y Soledad se casaron a la muy
prudente edad de treinta años él y veintisiete ella. Próspero, un joven
inteligente y emprendedor, tuvo tiempo de llegar al matrimonio con una
considerable fortuna que Soledad
disfrutaba de manera ordenada y juiciosa. Tuvieron tres hijos: Junior, el mayor, aplicado en los estudios y futuro director
de las compañías de su padre; Inés, dulce y hermosa como su madre, que tonteaba
con Hereus, el hijo de unos amigos de la familia y propietarios de una
centenaria bodega de vinos; y el benjamín, Alex, la alegría de la casa y el orgullo
de su madre. Era una vida perfecta, sin
sobresaltos. La familia se codeaba con lo mejor de la sociedad capitalina,
les invitaban a fiestas, eran considerados por los banqueros, los proveedores y por todas las boutiques de la ciudad.
Soledad, con su hermosura y compostura, era la envidia de las señoras que
querían pasear con ella por los jardines del exclusivo casino sólo para socios.
Una noche regresaron a casa después
de una fiesta benéfica y Soledad, como solía hacer, calentaba un vaso de leche
en el microondas para su marido. Hoy no, querida, le dijo Próspero, hoy voy a
dormir sin problemas, estoy muy cansado, buenas noches. Y le dio a su mujer un
beso en la mejilla. Ella lo miraba
en silencio mientras él se alejaba
buscado la salida de la cocina. Antes de que pudiera cruza la puerta, Soledad
lo llamó: Próspero, quiero decirte
algo. Él se detuvo, se giró y esperó a que hablase su mujer. Tengo cincuenta
años, comenzó diciendo Soledad, y he llevado una vida muy cómoda, Próspero; tenemos
una casa fantástica, un apartamento en la playa, coches, los mejores colegios para
los niños, unos hijos maravillosos, nunca nos peleamos… pero quiero el divorcio, sólo el divorcio, no pretendo
dinero, ni bienes, sólo un divorcio sin conflictos, como nuestra vida. Próspero
la miraba en silencio, con el rostro serio, los ojos abiertos y húmedos y una
pregunta que se le podía leer en los labios:
-¿Por qué?
-Por los besos, Próspero, por los besos
-¿Qué besos?
-Los que no me has
dado, los que no nos hemos dado. Los
besos de pasión, los besos que buscan los labios del otro, los besos que me
comen la boca, los besos que absorben el alma y aceleran el corazón. Por esos besos que no hemos
tenido, Próspero, por los besos de una vida que hemos perdido por el camino es
por lo que me quiero divorciar. Y porque aún los podemos encontrar, pero no
aquí, no nosotros con nosotros.
Estrella del Rocío acabó en este punto su historia y se dispuso a preparar un
gintonic mientras susurraba… ¿Plinio, tú crees que los besos perdidos se pueden
encontrar?
-No lo sé, Rocío, pero no conozco a nadie que haya
recuperado un beso perdido. Han encontrado besos nuevos, pero recuperar una
vida…
Plinio
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