20 oct 2013

Besos perdidos


Busco aquí y allá un asunto de la vida misma, una historia de la vida real que sustituya a las ficciones de política pedestre y municipal que tanto aburren a todos menos a sus protagonistas. Algo excitante para publicar en MONOVER.COM. En esas estoy cuando tropiezo con una nota de la convocatoria de un concurso de relatos cortos impulsada por una bodega de vinos en la primavera de 2011. El tema central fue el beso.

Besos y vino, ¿quién mejora a quién? Sin otras cosas en que entretenerme le iba dando vueltas a esta bobada cuando entré a “El Búho de la Sala”, una taberna con futuro.

-Lo amargo de verdad es no recibir un beso –es Estrella del Rocío, la camarera del local, que tiene la inquietante facultad de leer mis pensamientos- Deja que te cuente una historia, Plinio.



Y contó así:

Próspero y Soledad se casaron a la muy prudente edad de treinta años él y veintisiete ella. Próspero, un joven inteligente y emprendedor, tuvo tiempo de llegar al matrimonio con una considerable fortuna que Soledad disfrutaba de manera ordenada y juiciosa. Tuvieron tres hijos: Junior, el mayor, aplicado en los estudios y futuro director de las compañías de su padre; Inés, dulce y hermosa como su madre, que tonteaba con Hereus, el hijo de unos amigos de la familia y propietarios de una centenaria bodega de vinos; y el benjamín, Alex, la alegría de la casa y el orgullo de su madre. Era una vida perfecta, sin sobresaltos. La familia se codeaba con lo mejor de la sociedad capitalina, les invitaban a fiestas, eran considerados por los banqueros, los proveedores  y por todas las boutiques de la ciudad. Soledad, con su hermosura y compostura, era la envidia de las señoras que querían pasear con ella por los jardines del exclusivo casino sólo para socios. Una noche regresaron a casa después de una fiesta benéfica y Soledad, como solía hacer, calentaba un vaso de leche en el microondas para su marido. Hoy no, querida, le dijo Próspero, hoy voy a dormir sin problemas, estoy muy cansado, buenas noches. Y le dio a su mujer un beso en la mejilla. Ella lo miraba en silencio mientras él  se alejaba buscado la salida de la cocina. Antes de que pudiera cruza la puerta, Soledad lo llamó: Próspero, quiero decirte algo. Él se detuvo, se giró y esperó a que hablase su mujer. Tengo cincuenta años, comenzó diciendo Soledad, y he llevado una vida muy cómoda, Próspero; tenemos una casa fantástica, un apartamento en la playa, coches, los mejores colegios para los niños, unos hijos maravillosos, nunca nos peleamos… pero quiero el divorcio, sólo el divorcio, no pretendo dinero, ni bienes, sólo un divorcio sin conflictos, como nuestra vida. Próspero la miraba en silencio, con el rostro serio, los ojos abiertos y húmedos y una pregunta que se le podía leer en los labios:

-¿Por qué?

-Por los besos, Próspero, por los besos
-¿Qué besos?
-Los que no me has dado, los que no nos hemos dado. Los besos de pasión, los besos que buscan los labios del otro, los besos que me comen la boca, los besos que absorben el alma y aceleran  el corazón. Por esos besos que no hemos tenido, Próspero, por los besos de una vida que hemos perdido por el camino es por lo que me quiero divorciar. Y porque aún los podemos encontrar, pero no aquí, no nosotros con nosotros.

Estrella del Rocío acabó en este punto  su historia y se dispuso a preparar un gintonic mientras susurraba… ¿Plinio, tú crees que los besos perdidos se pueden encontrar?
-No lo sé, Rocío, pero no conozco a nadie que haya recuperado un beso perdido. Han encontrado besos nuevos, pero recuperar una vida…

Plinio







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