(A un amigo forasté que pasó un día
por Monóvar
y prometió
volver cuando tuviéramos playa en el Casino Nuevo)
No es un pueblo grande ni es un
pueblo chico, no está lejos ni cerca, no es famoso y tampoco anónimo. Vive más
que deja vivir y es el orgullo de sus gentes cuando están lejos. Si viajas muy
lejos y te preguntan de dónde eres, contestas que de un pueblo. Qué pueblo, quieren saber. No lo
conoces, respondes en voz baja. Insisten y les das, por fin, el nombre. Mueven
levemente la cabeza de un lado a otro mientras bajan la mirada. Tímido por si
no es suficiente, les das una pista: está cerca de Tal y Tal. ¡Ah, ya! exclaman
con un suspiro. Concluyes que conocen Tal y Tal pero que ni puta idea de tu
pueblo. Con el orgullo herido les hablas de los próceres locales. De uno, es lo
más. El que fue. Encoges los hombros y sentencias: como pueblo no está mal,
tranquilo y eso. Te arrepientes al punto, sabes que no hay nada que ningunee
más a un pueblo que la tranquilidad y eso. En un intento por arreglarlo dices
que para vivir está bien, y antes de terminar adviertes que te has vuelto a
equivocar y procuras darle la vuelta: también para ir de visita es un buen
pueblo. Tu voz ya no resulta convincente, necesitas darle un vuelco a la
conversación. Les hablas entonces de otros lugares, de lo bonito que es
Barcelona o Madrid o Sevilla; que vean, que vean que eres más de mundo que de
pueblo. Y es cuando sientes que te alejas de tu pueblo. Que lo escondes. Que lo niegas como un San Pedro.
Cuando te
quedas solo, repasas. ¡Coño, si es que es verdad! Es un pueblo tranquilo y eso.
Un coñazo. Negarás aun bajo tortura que has tenido esos malos pensamientos.
Nadie que no se haya trajinado tres gintonics acepta que su pueblo es de mírame
de lejos y no te acerques. Y si es necesario, iremos a la guerra. Es el pueblerismo,
es esa reducción del nacionalismo. ¡Ah, qué viene a ser lo mismo! Sí pero. El
nacionalismo se queda en los palacios oficiales y con los gastos de
representación mientras que el pueblerismo
se mete en la cocina. Una cocina que huele a pueblo, a comidas de cuchara
de la abuela; a mesa puesta en las fiestas patronales; a sandia en verano, uva
en otoño, turrón con mistela en navidad.
¡Maldita
sea!, pones la tele y un programa, Conozca España o algo parecido, te cuenta
que todos los pueblos huelen a
comida de cuchara de la abuela y a mesa puesta en cada fiesta de cada pueblo.
Desilusionado, piensas que los pueblos están fabricados en serie, sin alma ni emociones, diseñados para
ser tranquilos y eso.
Te rebelas.
El mundo es grande, te gritas en silencio. Abres el portátil y en Google Maps
escribes: mundo. Nada. Lo intentas con tierra. Nada. Con planeta. Nada. Quizá
con universo. Nada. No están, no existen.
¡Adónde ir entonces!
Te rindes,
te preparas un gintonic y esperas a que sean tres. Hablarás después del tercero
¡Y ay cómo te entiendan!
Cruzas la
línea y vas por la cuarta copa. Largas más de lo que piensas. A ti, te lo
cuentas a ti porque estás solo. No te gusta lo que oyes, y callas. Aparece un
amigo, de los de verdad, de los que te cambian el gintonic por un café. Le
cuentas, le lloras mientras él te mira en silencio. No existe el mundo en
Google Maps -balbuceas-, ni la tierra, ni el universo; y yo con un pueblo de
saldo, de zona outlet. El amigo del café toma aire, te taladra con la mirada y
habla:
-Es la
gente, imbécil. Lo que tienes que buscar es la gente
Plinio.
(PD.- Quizá
me excedí, pero le prometí a mi amigo el forasté
que algún día tendríamos playa en el Casino Nuevo.
Otros prometieron convertir Monóvar en una franquicia
del Paraíso
y no les ha
pasado nada por mentir.
Qué miedo voy a atener, aunque…es un amigo,
no un votante
incauto que me tiene llenita la nevera…)