(En las tardes de
verano, con los políticos de aquí y de allá en stand bay y con escasas
posibilidades de cometer barrabasadas, los temas escasean, la imaginación se
aletarga y las trivialidades se multiplican.
Por ejemplo:)
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Cuentan los papeles que las
francesas han perdido interés por el topless. Lo dice un estudio que por
cierto no incluye el nivel de interés de los franceses sobre el tema. Pero
interés, haylo. Introduzcan las palabras “topless francesa” en Google y en
milésimas de segundo aparecerán cerca de 600.000 entradas. Mi conocimiento de internet, apenas un vulgar
‘nivel usuario’, no me permite saber si
Google clasifica las consultas por zonas geográficas y poder así comprobar si
hay más curiosidad en las zonas costeras o en el interior. A falta de métodos
más científicos para averiguar si el desinterés de las ciudadanas de la V
Republica francesa por el desnudo
pectoral femenino influye en las tardes de verano monoveras, podemos acudir a dos
clásicos de la sociología popular: el
taxi y la barra del bar, indicadores de los de andar por casa con un alto
grado de fiabilidad. Personalmente creo que el criterio del taxista es mucho
más fino y atinado, se trata al fin de un hombre de negocios cuyo principal
objetivo es entretener a un prójimo
mientras lo traslada de un lugar a otro. Y ojo a esto: ¡sin malos rollos, que
es cliente! Por todo ellos deduzco que el tema con el que inicia la conversación
un taxista es asunto de máximo interés y ya convenientemente tertulianeado en las radios y las televisiones
de España. En Monóvar, el ‘universo’ -que dirían los sociólogos- de taxis objeto
de estudio es el de servicios mínimos: uno.
Vamos al bar.
El Búho de la Sala,
cuya existencia ya ven que se remonta a la noche de los tiempos, solo tiene
registrados dos debates sobre el asunto éste del topless. Uno, de menor
interés, cuando Interviu sacó en portada una imagen con tres cuartos de Marisol desnuda. Una niña mona, sin
más. El topless peleón y racial lo provocó la misma revista con una portada de la
Faraona a pecho
descubierto. La Lola de España, la
pechera de una nación (cuesta mucho escribir ‘teta’ hablando de la Lola). Asuntos
puntuales, apenas. Nunca hubo en el Búho de la Sala un debate serio sobre el
topless, por lo que deduzco que el tema, en este Monóvar sin playa y con piscinas familiares, tiene poca chicha. Comprenderán
sin embargo que el topless y por extensión el nudismo, por su propia naturaleza fresca y
desinhibida, es asunto muy conveniente en las tardes de verano. Y por la poca
controversia que suscita, circunstancia ésta que favorece mucho la vespertina
desidia de los agostos municipales. Por lo general, las conversaciones sobre el
topless y momentos similares, cuando son entre hombres, suelen acabar –
insisto: terminar-, consensuadamente con un tolerante “que hagan lo que quieran” o un chulesco “no nos van a enseñar nada que no conozcamos”. ¿Que cómo son las
conversaciones sobre la cuestión entre las chicas? Ni idea. Pero intuyo, por su
capacidad de fijarse en los detalles, que mucho más interesantes.
Sea como fuere, a ciertas edades de unas y de otros, la
fuerza de una par de tetas está más en lo que encierra que en lo que
enseña. Comparen la
fotografía de la Lola en Interviu con los abanicazos de la misma Faraona en el arranque del video y me
entenderán. Una vez más me rindo ante la racionalidad francesa: menos tetita
ñoña y más Zarzamora con ojos de mora. ¡Vive
la France!
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N.B.- Rutas alternativas en busca de nuestra ‘marsellesa’. Hoy, un símbolo
que se nos rompió:
La Fuente de los Leones.
Palacio de la Alhambra, Granada
Alguien, siempre hay
alguien, nos contó en versión novelada cómo el Espíritu de Toledo tomó forma de fuente en Granada.
Ibn Ahmar, rey de Granada, quedó prendado de la fuente que su visir
Ibn Nagriella tenía en su palacio.
El visir se la regaló al rey, que la convirtió en el centro de uno de los
patios principales del palacio que estaba construyendo, el llamado palacio Al-Hambra. La fuente, sin embargo, es
un conjunto de significado judío:
los doce leones, que representan las doce tribus de Israel, tienen marcada en
la frente la estrella de David. Ibn Ahmar era un rey de inteligencia poco
común, y sabia que la fuente no simbolizaba la fe judía sino el tronco común de nuestras creencias. El
agua, explicaba el rey, que desde el centro del patio cae de la boca de los
leones, desemboca en cuatro canales que se dirigen a cada uno de los puntos
cardinales, evocando la fuente que según el
Corán está en el centro del paraíso. O los cuatro brazos que, según el Génesis, resultaban de la división del
río que salía del Edén: Pishon, Ghion, Tigris y Eúfrates. Es un texto común a
las tres religiones. Y hay más: el diseño del patio se inspiró en otro patio,
el de Salomón descrito en el Libro
de los Reyes de la Biblia. Y, si me lo permiten, un último dato que convierte a
esta fuente y su entorno en una nostalgia de libertad y tolerancia: la
construcción del patio se la encargó el
rey moro a un arquitecto cristiano. Solo esta circunstancia permitiría
conjugar los recuerdos de los claustros de los monasterios cristianos rodeando
el patio con la evocación de primitivas casas árabes, es decir, las tiendas de
lona del desierto, en un mismo escenario.
(Más detalles y mejor narración en “Peón de Rey”, de Pedro Jesús
Fernández)
La fuente de los leones ya no
puede ser nuestra ‘marsellesa’. La inquisición, la expulsión de los judíos
y siglos de intolerancia católica
rompieron el embrujo. Ni siquiera podemos recuperar el espíritu de las tres
religiones en comunidad; la intolerancia
islámica, el asesinato de cristianos y el Yihad, han roto la esperanza de
una nueva convivencia.
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