3 feb 2014

La ficción de los políticos y la dulce realidad de Goran


Entró al Búho de la Sala, pidió un descafeinado solo con sacarina y susurró al oído de la camarera “Rocío, hay boda”

-¿Es un secreto, señor concejal?

Ningún secreto. Serrello lo dice donde puede y cuando puede: a todas horas y en todas partes. Los novios, que si sí, que si no, son el GIM que se deja querer y el PSOE que posa de duro. Un juego de labios que se acercan y se alejan, que hablan y callan, que se besan y se escupen. Nunca se sabe, son políticos; el disimulo, el llanto en la alegría y la risa en el dolor, qué más da, son políticos. Fingen, son sus cosas. Tanto es así que en el Búho se ha organizado una porra: hay moción, no hay moción, y quién participa en qué. Una moción ahora, siempre con retraso. Si es necesaria hoy lo era ayer, y anteayer, y hace meses. ¿Por qué el retraso?, por el reparto intuyo. ¡El tempo de los políticos, esa ficción teatral tan alejada de los mortales! De este mortal al menos.

Si es, que está por ver, que sea para bien. Eso diría mi abuela, mujer sabia.

Para abstraerme de tanta ficción, le pido un Jack Daniel’s a Rocío y me dispongo a leer la tercera carta de Goran, en la que nos cuenta cómo llegó a la boat y el motivo de su embobamiento, como ya nos anunció en su segunda epístola

Querido Plinio:

El que sigue es un punto de escaso interés para los acontecimientos de aquella noche, pero cronológicamente este es su momento. Te lo resumo: a la salida del local del piano traté con mis camaradas el asunto del condumio nocturno. Como quiera que se formaron dos grupos, uno maduro y reposado partidario de una opípara cena en taberna de alto copete y el otro inquieto y jovial deseoso de conversar con gráciles muchachas, yo eché dos pasos atrás en espera de acontecimientos. En mala hora. La indefinición, amigo, es el mejor camino para la soledad. Preso entre estos dos fuegos, decidí abordar una pequeña taberna donde, sin necesidad de tomar asiento en una mesa, me acerqué al mostrador y allí mismo pedí un vaso de vino con dos tapas, una de espinacas con garbanzos y la otra de chocos fritos, suficiente para lo que esperaba de la noche. Terminada mi suculenta cena y entregado como estaba al placer de saborear un café sin leche o licor que lo enturbiara, me sobresalto el pitido de mi comunicador portátil, ¡qué invento!, y contacté con el portavoz de los jóvenes joviales que así me hablo: “estamos en al boat, te esperamos”. Y cortó la comunicación. Dado como soy a conversaciones breves, entendí el mensaje a las primeras de cambio, de manera que pagué lo consumido y me dirigí a la sala de música y baile.

Una pequeña puerta que no hace justicia al renombre del local da entrada a un minúsculo rellano donde, detrás de una mesa más bien vulgar, se pertrechan tres forzudos porteros dispuestos a cobrar peaje por franquear la entrada. Por fortuna me habían informado de que mostrando a los forzudos porteros la llave del aposento ocupado en e l parador quedaba exento del canon.  Y así fue: asomé la llave y me señalaron, con muy buenas maneras –pase el señor, me dijeron-, unas escaleras escondidas detrás de un pesado cortinaje y que bajan, en tres tramos, hasta un local que deslumbra por su finura y buen gusto. Cegado como estaba por tanto esplendor, mi primera preocupación fue encontrar a mis jóvenes camaradas. Esto –razoné con tino- no es guerra para un solo soldado. A Dios gracias que mi mirada fue arrastrada como un imán hasta la barra. Y claro, allí estaban mis compañeros de batallas, espalda contra la barra, vaso en mano y ojos barriendo el local. Me dirigí hacia ellos como una centella, y sin tiempo para saludar agarré un vaso de licor que me ofreció el mozo encargado de suministrar bebidas al grupo, y en un gracioso contoneo de caderas adopté la misma postura que ellos tenían.

La barra donde descansaba está, si cabe, más acolchada que la de su hermano el local del piano. Allí donde no hay colchón forrado con suave piel marrón puedes acariciar una madera de tanta calidad que miedo daba imaginar los precios de los licores. Apoyada la espalda contra aquel tesoro y con la mirada al frente, la visión que teníamos de la boat era privilegiada: enorme de dimensiones pero cálida de ambiente gracias a la acertada disposición de mesas, sillas y espacios y por unos fastuosos ornamentos que te acarician los sentidos. En el centro del local, rodeado de mesas pequeñas como si fuesen para niños, hay reservado un circulo despejado de muebles y con el suelo de madera noble donde los asistentes pueden practicar sus bailes de moda y sus danzas regionales. Fue con la ejecución de una de estas danzas regionales cuando quedé altamente impresionado, tanto que se me abrió la boca al sorprenderme un súbito silencio y una dulce oscuridad que nos envolvió a propios y extraños, para dar paso, sin aviso previo y con un brio sin par, a un cegador fogonazo de luz dirigida al círculo destinado al baile al tiempo que un rio de armoniosos y rítmicos sonidos inundaban la sala.



“A bailar, a bailar, a bailar alegres sevillanas
Todo el mundo a baila, a bailar, a bailar, ven conmigo a bailar”

Y así durante varios minutos

El alegre soniquete empujó a mozos y mozas de la localidad –los forasteros nos quedamos a la expectativa-, cual si un misterioso resorte los arrojara al círculo del baile. Fue muy emocionante, amigo Plinio, tendrías que haber visto cómo movían brazos y pies los bailarines, cómo los muchachos cercaban a las muchachas, cómo embelesaban las chicas a los chicos mediante sinuosos movimientos y cómo, en fin, se reían y se divertían. Hermoso ritual, hermano

En una próxima ocasión, y con permiso de Goran, desvelaré la carta donde el exmafioso  narra cómo entabla conversación con una muchacha de escultural figura y radiante rostro.


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