Entró al Búho de la
Sala, pidió un descafeinado solo con sacarina y susurró al oído de la
camarera “Rocío, hay boda”
-¿Es un secreto, señor concejal?
Ningún secreto. Serrello
lo dice donde puede y cuando puede: a todas horas y en todas partes. Los
novios, que si sí, que si no, son el GIM
que se deja querer y el PSOE que
posa de duro. Un juego de labios que se acercan y se alejan, que hablan y
callan, que se besan y se escupen. Nunca se sabe, son políticos; el disimulo,
el llanto en la alegría y la risa en el dolor, qué más da, son políticos. Fingen,
son sus cosas. Tanto es así que en el Búho se ha organizado una porra: hay
moción, no hay moción, y quién participa en qué. Una moción ahora, siempre con
retraso. Si es necesaria hoy lo era ayer, y anteayer, y hace meses. ¿Por qué el retraso?, por el reparto
intuyo. ¡El tempo de los políticos, esa ficción teatral tan alejada de los
mortales! De este mortal al menos.
Si es, que está por ver, que sea para bien. Eso diría mi
abuela, mujer sabia.
Para abstraerme de tanta ficción, le pido un Jack Daniel’s a
Rocío y me dispongo a leer la tercera carta de Goran, en la que nos
cuenta cómo llegó a la boat y el motivo de su embobamiento, como ya nos anunció en su segunda epístola
Querido Plinio:
El que sigue es un
punto de escaso interés para los acontecimientos de aquella noche, pero
cronológicamente este es su momento. Te lo resumo: a la salida del local del
piano traté con mis camaradas el asunto del condumio nocturno. Como quiera que se formaron dos grupos, uno
maduro y reposado partidario de una opípara cena en taberna de alto copete y el
otro inquieto y jovial deseoso de conversar con gráciles muchachas, yo eché dos
pasos atrás en espera de acontecimientos. En mala hora. La indefinición, amigo,
es el mejor camino para la soledad. Preso entre estos dos fuegos, decidí
abordar una pequeña taberna donde, sin necesidad de tomar asiento en una mesa,
me acerqué al mostrador y allí mismo pedí un vaso de vino con dos tapas, una de
espinacas con garbanzos y la otra de chocos fritos, suficiente para lo que
esperaba de la noche. Terminada mi suculenta cena y entregado como estaba al
placer de saborear un café sin leche o licor que lo enturbiara, me sobresalto
el pitido de mi comunicador portátil, ¡qué invento!, y contacté con el portavoz
de los jóvenes joviales que así me hablo: “estamos
en al boat, te esperamos”. Y cortó la comunicación. Dado como soy a
conversaciones breves, entendí el mensaje a las primeras de cambio, de manera
que pagué lo consumido y me dirigí a la sala de música y baile.
Una pequeña puerta que
no hace justicia al renombre del local da entrada a un minúsculo rellano donde,
detrás de una mesa más bien vulgar, se pertrechan tres forzudos porteros
dispuestos a cobrar peaje por franquear la entrada. Por fortuna me habían informado
de que mostrando a los forzudos porteros la llave del aposento ocupado en e l
parador quedaba exento del canon. Y así
fue: asomé la llave y me señalaron, con muy buenas maneras –pase el señor, me
dijeron-, unas escaleras escondidas detrás de un pesado cortinaje y que bajan,
en tres tramos, hasta un local que deslumbra por su finura y buen gusto. Cegado
como estaba por tanto esplendor, mi primera preocupación fue encontrar a mis
jóvenes camaradas. Esto –razoné con tino- no es guerra para un solo soldado. A
Dios gracias que mi mirada fue arrastrada como un imán hasta la barra. Y claro, allí estaban mis compañeros de batallas,
espalda contra la barra, vaso en mano y ojos barriendo el local. Me dirigí
hacia ellos como una centella, y sin tiempo para saludar agarré un vaso de
licor que me ofreció el mozo encargado de suministrar bebidas al grupo, y en un
gracioso contoneo de caderas adopté la misma postura que ellos tenían.
La barra donde descansaba está, si cabe,
más acolchada que la de su hermano el local del piano. Allí donde no hay
colchón forrado con suave piel marrón puedes acariciar una madera de tanta
calidad que miedo daba imaginar los precios de los licores. Apoyada la espalda
contra aquel tesoro y con la mirada al frente, la visión que teníamos de la boat era privilegiada: enorme de
dimensiones pero cálida de ambiente gracias a la acertada disposición de mesas,
sillas y espacios y por unos fastuosos ornamentos que te acarician los
sentidos. En el centro del local, rodeado de mesas pequeñas como si fuesen para
niños, hay reservado un circulo despejado de muebles y con el suelo de madera
noble donde los asistentes pueden practicar sus bailes de moda y sus danzas
regionales. Fue con la ejecución de una de estas danzas regionales cuando quedé
altamente impresionado, tanto que se me abrió la boca al sorprenderme un súbito
silencio y una dulce oscuridad que nos envolvió a propios y extraños, para dar
paso, sin aviso previo y con un brio sin par, a un cegador fogonazo de luz
dirigida al círculo destinado al baile al tiempo que un rio de armoniosos y
rítmicos sonidos inundaban la sala.
“A bailar, a bailar, a
bailar alegres sevillanas
Todo el mundo a baila,
a bailar, a bailar, ven conmigo a bailar”
Y así durante varios minutos
El alegre soniquete empujó a mozos y mozas
de la localidad –los forasteros nos quedamos a la expectativa-, cual si un
misterioso resorte los arrojara al círculo del baile. Fue muy emocionante,
amigo Plinio, tendrías que haber visto cómo movían brazos y pies los
bailarines, cómo los muchachos cercaban a las muchachas, cómo embelesaban las
chicas a los chicos mediante sinuosos movimientos y cómo, en fin, se reían y se
divertían. Hermoso ritual, hermano
En una próxima ocasión, y con permiso de
Goran, desvelaré la carta donde el exmafioso
narra cómo entabla conversación con una muchacha de escultural figura y
radiante rostro.
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