5 jun 2010

El milagro


 El milagro

Mi amigo Equis, el apóstol que me habían asignado, a pesar de su casi medio siglo de vida no tenia más experiencia laboral que la política y una breve incursión en una oficina amiga de la familia; lo suficiente para emborronar un currículum que nunca necesitó.


Pidió el segundo gintonic mientras me hablaba

-Se ha puesto duro el oficio de Timonel, Búho. Muy duro.
-Por las pesetas...
-Por las pesetas que no hay. Ya no podemos acudir a los prestamistas. Mal menor, porque nos han avisado con tiempo para aprovisionarnos. Lo peor es la desbandada de los ladrilleros, ya no vienen con sus carteras llenas y sus regalos para la ciudad. Así no hay Timonel que pueda prometer nada.
-¿Dónde está el problema, acaso las promesas son para cumplirlas?
-El problema, amigo Búho, es que ahora el populacho sabe que no se pueden cumplir.
-Pues algo tendréis que prometer. El populacho elige Timonel dentro de un año.

Equis miraba el fondo del vaso y removía el hielo que flotaba en el gintonic con la punta de su dedo indice. Se concentraba, buscaba una repuesta. Tenía que haberme preparado más, pensó, aunque hubiese sido en la escuela nocturna. Derrotado, levantó la mirada, clavó sus ojos en los míos y apretó los labios.

-Si no hay dinero, ¿qué se puede prometer?. El populacho necesita carnaza, incluso en una pequeña ciudad de provincias melancólica y abúlica como ésta.

Lo miré, parecía preocupado. La Gran Casa, las palmaditas al Timonel y el café de las once eran toda su vida. Le hubiera gustado ser funcionario, pero no se preparó y se tuvo que conformar con entrar a la Gran Casa con su mano acariciando la espalda de un Timonel. Pero ahora...

-Necesitamos un milagro, Búho.
-Prometer que vais a mantener abierta la Gran Casa, que conseguiréis que no se cierre y que todo seguirá funcionando. Si lo lográis será un milagro.



El Búho de la Sala. 

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