14 jul 2012

Chascarrillo español

La anécdota es real. Tan real como el Centro de Salud de Monóvar, donde sucedió. 

Servidor de ustedes está amenazado por un colesterol. Del malo, me dice el médico en una aclaración del todo innecesaria, ¿o acaso saben de alguien alguien que haya enfermado por un ataque de salud? El caso es que para confirmar lo que aparentemente ya sabe, me ordena el médico una analítica que básicamente consiste en chuparme la sangre, esa sangre roja y hermosa que he ido cultivando con mimo a lo largo de toda una vida. A las ocho y media en ayunas, ¿te va bien? Como usted diga, Don. Ya ven que acaté y no respondí, porque a los médicos no se les contesta, se les obedece. Usted podrá discutir con su asesor fiscal, con su alcalde, con la señorita de Movistar y hasta con un Guardia Civil o incluso con su suegra, pero no con un médico. Ni los médicos se prestan a discusiones. Cuando aparentan preguntar están practicando el juego de las preguntas retóricas: "¿cómo estas?", ¡coño, si estoy aquí es que no muy bien!; ahhhhgggg, "¿te duele?",...un pelín;. "eso es lo que te ha puesto malo, ¿lo tienes claro?", como el agua; "¿entiendes lo de la dieta?", entiendo que me ha prohibido comer decentemente, Don. 

En fin, que allí estaba yo, a las 8:30 y en ayunas compartiendo espera con otros afectados en una sala diseñada para aburrir y poner a prueba la paciencia de los pacientes. La sala de espera, muchos la conocen, es como el pasillo de un internado de los maristas: ancho, sin ventanas y con sillas de plástico pegadas a la pared. Para meternos en ambiente han añadido un posters de "no fumar" y otro de una enfermera, dedo índice en los labios ssscccchhhhhhh, pidiendo silencio .

El caso, y es a lo que voy, es que un señor se asoma a la puerta, saluda a un presunto amigo y comienza  a rajar como un tertuliano de la radio: que si esto que si aquello, que si estos que si aquellos. Ya les digo, lo mismito. Entre puyazo y puyazo, la rajá alcanza su punta de audiencia con una denuncia muy puesta en suerte: los medicamentos. Trascribo:



-Pues ya te digo -quien "dice" es el rajaor-, cuando me piden cuatro euros por las medicinas les digo que de eso nada, y que me vayan devolviendo la receta como devolvieron el rosario de su madre. ¡Pues no!

......(Atronador silencio del presunto amigo, no muy dispuesto a la cháchara matutina). Sigue el rajaor:

-Que no hombre que no, que no pago yo cuatro euros por unas medicinas que tengo en casa tantas como para montar un puesto en el mercadillo.

Levanto la vista del semanario monover.com en el que finjo leer un articulo sobre la historia de los  medicamentazos en España y miro con descaro al rajaor. Intento adivinar qué males le han llevado a almacenar medicinas en cantidades tan indecentes. En esto que me llaman: ¡Plinio, su turno! Me toca. Entro al matadero, cierro los ojos, me pinchan, siento cómo me  aspiran la sangre, abro los ojos, miro mi sangre ya embotellada, ¿qué harán con ella?, me pregunto. Ni una gota -pienso- ni una gota de sangre me van a dejar el rajaor y la enfermera. Cada uno por lo suyo: la enfermera por mi bien, supongo; el rajaor por su estúpida codicia, seguro. Ahora -me digo- el reto es que los eurillos ahorrados del rajaor lleguen a quien los necesita, sin que se pierdan en los despachos de banqueros, políticos, comisionistas y demás gente con un buen pasar.

Es sólo una anécdota entre miles de historias de pensionistas que tienen que elegir entre la pastilla para la tensión o la leche para el desayuno, lo sé. Pero no despreciemos los sucesos banales en un país que se organiza siguiendo el eco de los chascarrillos.

Plinio.

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